lunes, 30 de agosto de 2010

Te sentaste un día

Te sentaste un día, sola, al pie de tu cama, pero en el suelo. Pensaste durante largo rato qué había sido de tu vida hasta ese momento, y te largaste a llorar.  Fue una extraña paradoja, la razón y la consecuencia, la causa y el acto.  Sola llorabas, por estar sola. Tu pensamiento no sabía hacia dónde dirigirse, solamente se te borroneaban imágenes agresivas, tristes, pero en las que siempre existía una pared imaginaria entre vos y “el resto” (como solías llamarlos).
Nunca supiste bien qué hacer, cómo salir. Preferiste escapar a cada mínimo detalle que creías que te sacaba del camino que habías elegido, pero hoy… hoy llorabas porque ni siquiera tenías ese camino. Te sentiste a la deriva, obviamente sola. Ni todos los momentos que creíste felices podían sacarte de donde estabas hoy, sumida en la tristeza total.
Intentaste escribir, no te salían las palabras. Intentaste dibujar, pero tus trazos no tenían sentido. Intentaste hacer algo de música, pero no lograbas combinar las notas. Tenías ganas de salir a la calle, pero al mismo tiempo de quedarte encerrada… sola y con ganas de compañía… sola y con ganas de seguir sola.
Lo único que querías en ese momento de soledad, era que alguien se te acercara y te dijera las palabras justas que necesitabas oír. Pero no pasó. Lo único que necesitabas era esa cara sonriéndote, intentándote sacar adelante. Pero irónicamente, no querías ver a nadie.
Entre toda esa mezcla de sentimientos, casi inconcientemente recordaste las palabras de un “alguien” que una vez te dijo: “si no te jugás, nunca lo vas a saber”. Quizá esa fue la razón por la cual te paraste, te secaste las lágrimas, sonreíste forzosamente (pero de corazón), y viniste a llorar conmigo. Justo conmigo, porque casualmente, yo estaba llorando por vos.

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